La paz llegó, el sosiego entrelazó su cuerpo aumentando sus latidos y calentándole la piel, abrió sus ojos cegados por la sal, entre penumbras divisaba una playa virgen rocosa, tosió intentando vomitar el dolor que aún no migraba de sus entrañas. Incorporó su vista, sus movimientos delataban el terror entre temblores incontrolables, yerguió su cuerpo que lo obligó a desfallecer de nuevo, cesó la lucha. Tendido en la blanca arena pensó que vivía un sueño del que parecía no poder despertar, cerraba sus ojos y esperaba que al volverlos a abrir allí estuviera el barco con redes y la tripulación cargando el camarón, pero despertaba sollozando en la realidad. Deseaba morir insolado, buscaba en el cielo claro aquella cruel estrella que concedió su deseo, rogaba por que la muerte le arrebatara el alma y con ella la desolación que lo seguía golpeando como la bestia marina.
La tarde trajo con ella nubarrones apelmazados, una tormenta cantaba a lo lejos. Se levantó y observó a su alrededor la soledad invitándolo a un festín. Caminó por la playa que se teñía de sombras distantes, gritó, pidió ayuda como un niño que perdió la mano de su madre, corrió desesperado intentando digerir la realidad que nublaba su pasado.
Las gotas de lluvia se precipitaron sobre él. En cualquier otra ocasión hubiese corrido a protegerse, pero en ese lugar el agua era sagrada así que se acostó con la boca abierta dejándola entrar para sanar su garganta. Los impactos comenzaron a lastimarle la piel, parecían flechas surcando sus poros, corrió hacia las palmeras que estiraban sus ramas al viento dejando caer cocos que le hacían peligrar. Encontró una leve hendidura entre las piedras, se enroscó como cochinilla y extravió su vista en la negrura.
La mañana llegó tarde pues las nubes continuaban llorando sobre la isla, el sol asomó sus reflejos pasado el medio día. Leandro despertó temprano incrédulo de lo que había vivido en sueños pero no demoró en golpearse de frente con lo que se asemejaba a una vida ermitaña. Abandonó la cueva con un tirón en las tripas, deseaba comer y beber agua fresca, lavarse los dientes, sentarse en el baño, que la servidumbre le sirviera el desayuno con huevos frescos recién recolectados, ansiaba un jugo de frutas helado, pan tostado con mantequilla y azucar negra, pero al mirar de nuevo alrededor sabía que no había servidumbre que le atendiera, si deseaba comer debía pescar su desayuno.
Quería llorar hasta que se le secara el espíritu, hasta que su alma drenara todos los líquidos vitales y evaporara su identidad. Recordó los cocos que caían como bombas mortales. Tomó uno entre sus manos que parecía estar tierno y lo azotó contra la palmera pero el coco estaba intacto, subió hacia las rocas y lo dejó caer sobre una puntiaguda que lo rebotó en el mar regalándoselo a la marea. Volvió por otro coco intentando nuevas maneras de penetrarlo que se reían de su impotencia, sintió enloquecer de hambre, de sed, de desconsuelo. Intentó tomar un poco de agua de mar, recordó los relatos de naúfragos que tras la desesperación la ingerían acelerádoles la muerte, pero era tan cobarde que ni siquiera quería morir, así que tras un sorbo negligente se alejó del mar. La tarde llegaba y los cocos no cedían, los peces no se dejaban capturar y los cangrejos se escondían entre las piedras. Rodeó la isla buscando un lugar para situarse, para recolectar los enseres de su nueva vida como hombre mono. Encontró una cueva semi cóncava y buscó la forma de convertirla en guarida, unas palmas secas volaron hasta sus pies y se le ocurrió una idea, tapó la cueva con las palmas y la cubrió de piedras que evitaban los arrebatos del aire burlón. Se quitó la camisa y rompió sus mangas ayudado por los dientes, humedeció la tela y limpió su cueva de telarañas y alimañas. Recorrió nuevamente la isla, que no era muy extensa, en busca de piedras filosas y ramas secas para intentar prender fuego. El hambre le dormía el estómago con nudos apretados pero apartaba su mente de eso pues debía esperar el día para encontrar la solución a su hambruna.
Se guareció en su nuevo hogar admirando la luna y buscando la estrella culpable para rogar de nuevo por su salvación, por regresar a casa y llenar su estómago, para beber la miel del desamor tendido en una cama de sábanas blancas. Durmió esperando compasión del destino.
El sol brilló nuevamente anunciando un día más de desdicha y extravío, el hambre se escondía detrás de la supervivencia, su pensamiento era un murmullo más que parlaba alegremente con voces esquizoides. Se posó en la orilla de la playa esperando por un presagio, por una de esas ideas que llegan brillando al paso, por un pez muerto exiliado del mar, pero nada de eso llegó.
A lo lejos escuchó un sonar conocido que erizó su piel, buscó con la mirada la fuente de aquel canto desafinado y hermoso a la vez, recogió sus huellas pintándolas de nuevo en la cauta arena que mutaba con el sol. Un chapoteo lejano llamó su atención, creyó que los tiburones aguardaban por el inevitable intento de escape, sintió helársele la sangre, taponársele el aliento, cristalizársele el consuelo. Metió las puntas de sus pies a la orilla del mar, caminó hacia adentro esperando mirar de frente los ojos de su eventual asesino, evaluó la peor muerte que parecía más atractiva que la inanición, unos cuantos golpes y mordiscos y perdería la conciencia, moriría de tajo y se entregaría al mar.
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