Hace poco dejé de correr. Digamos que comencé a correr más despacio. En un momento me detuve, miré hacia atrás y me pregunté: ¿de quién estoy corriendo? Al ver que no había nadie persiguiéndome, empecé a entender el tiempo y la relatividad de la que hablan en su honor.
Me obligué a no ser tan exacta con mi despertador, a disfrutar esa hora extra en la cama, a sentir mis huesos crujir suavemente al estirarme, a bostezar cuantas veces sea necesario antes de despertar por completo. Dejé de desayunar a las prisas ¿quién me está correteando? Saboreé mi yoghurt y mi fruta. Me puse despacio la ropa para hacer ejercicio, arreglé mi cuarto sin tanto afán y salí de casa.
Me detuve a mirar el sol por un momento, ¿quién me correteaba que no me permitía verlo? Caminé escuchando música hasta el gimnasio. Me estiré e hice ejercicio sin pensar en que solamente tenía una hora para ello, ¿quién me esta correteando? Sin mirar el reloj, regresé a mi casa, me bañé, me arreglé y me puse a trabajar para darme cuenta que sin tanto correr, el tiempo me rinde más.
¿Quién me estaba correteando? Era yo misma, la que con el afán de ganarme unos cuantos minutos y siempre terminar temprano, estaba olvidando en el camino disfrutar de mi día a día. Y si mi trabajo me permite darme el lujo de no correr, ¿por qué me estaba correteando?
Desde ese día deje de correr de mí misma...
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