Así, cuando menos te das cuenta, comprendes que la vida está llena de personas permanentes e impermanentes. Personas que conoces para que cumplan un objetivo determinado y luego se van.
Algunas parten en paz, otras se van enojadas, muchos te maldicen para siempre porque las circunstancias de partida no fueron las mejores. Yo, por mi parte, siempre me voy en paz.
Cuanto más se hace uno viejo, menos amigos le quedan y entiende por qué es que a uno le dicen que los amigos se cuentan con los dedos de una mano, y sobran.
Recuerdo cuando mis amigos se desbordaban por mis veinte dedos, ¿cómo es eso de una sola mano? ¡qué ridiculez!
Ahora comprendo lo que dicen. Ahora miro mi mano con casillas vacías. Pero sé que los que quedan allí son los mejores amigos, los que me aman, los que me entienden, los que son permanentes y que han pasado la barrera del tiempo, de la maduración, de la distancia. Amigos que están ahí sin importar que hablemos todos los días o pasen meses sin conectarnos, en el fondo del corazón estamos conectados.
Ya no me importa tener un millón de amigos, porque prefiero dedicarle mi tiempo y pensamientos a los que saben ser mis amigos. Soy feliz al reencontrarme con ellos y darme cuenta que no ha pasado ni un segundo en que hayamos dejado de ser amigos.