viernes, 24 de septiembre de 2010

Urbanidad Florecida

Ella caminaba sobre una línea recta que pintaba la banqueta, imaginaba tener a lado y lado abismos profundos, siniestros, olvidados de la superficie. Sus pies se colocaban uno tras otro, buscaba no tropezar aterrada por ser envuelta en la ciega soberbia y por un descuido se fuera al vacío.
Tantos años de esfuerzo, de amor a sus letras, de destinar su energía en doscientas y tantas páginas que bien podrían no decir nada. Cada abismo significaba una de las dos opciones que más miedo le provocaban. El de la derecha representaba a la ansiedad de ser olvidada detrás de un estante lleno de títulos más convincentes, el exilio de un mundo que se había convertido en su religión, en el cauce de su vida, en sus anhelos más sinceros.
El otro significaba la vergüenza ante las expectativas no cumplidas; la presión de un montón de deseos flotantes como satélites a su alrededor.
La banqueta se terminó y debía atravesar el parque para llegar a su refugio, a ese café en donde se sentía protegida por aquel sillón que parecía esperar su llegada. El parque silente engrandecía el canto descoordinado de los pájaros de asfalto que imitaban un sonsonete similar al de las bocinas de los carros, los árboles se alzaban más lejos que de costumbre; descubrió su mirada perdida en un horizonte sin elegir. Un corredor la pasó soplando un viento tímido por sus mejillas, desvió la mirada y siguió sus pasos inquietos ¿debería correr como aquel personaje y dejar en su recorrido la ansiedad que todo le provocaba? Aceleró el paso pero sólo logró rebotar las tripas que le reclamaban un desayuno. El ruido de la calle se hacía presente, la respiración no le deslizaba normalmente, atravesaba su laringe tropezando con suspiros que no habían encontrado el camino de salida. Desvió sus pasos hacia un árbol que proyectaba una sombra desnutrida y se sentó bajo su abrigo para amarrar la ansiedad punzante a esa fertilidad urbana que florece las más extrañas semillas.
Intentó fundirse en una blancura mental que jamás había alcanzado ¿y qué si nadie encontraba tan fascinante su mundo como ella misma? ¿y qué si todos los planes se derrumbaban dejando una profesión amedrentada por la aceptación extinta? ¿Y qué si todos esos sueños se atropellaban entre sí dejando un desastre natural?
Sus pulsaciones se aceleraban y el aire le raspaba como arcilla en la garganta. Retomó su camino hacia esa taza de té que le regresara la tranquilidad y la alejara de su fatalismo provocado por el único amor absoluto y genuino hacia lo que la definía en sus más distorsionados ángulos. La calle la llevó hasta una construcción gris y pedregosa. Los cimientos de un edificio estaban siendo levantados, así como los cimientos de lo que sería su futuro, mientras los ojos del presente se dejaban aterrar por inseguridades del pasado que no tenían derecho ni revés. Si los cimientos de ese edificio quedaban mal logrados, el primer temblor le bastaría para llenar de grietas las paredes presagiando un final lleno de escombros.
El miedo no la dejaba, ese miedo que causa la vulnerabilidad de un sueño que envuelve en una burbuja efímera a la transparencia abigarrada.
Desear que se cumpla un sueño no es más que la primer parada ante la posible desilusión de que no resulte como se ha soñado. Por ahí había escuchado que se debe tener cuidado con lo que se sueña, con lo que se pide, porque podría conspirar el universo y entregarlo como realmente se decretó. Pero ese sueño era el más especial de todos porque se trataba de un cúmulo de intenciones que podrían desenvolverse en una lluvia de estrellas o de incandescencias cegadoras.
Cruzó la puerta del café en donde su mesa la esperaba como de costumbre para remojar un pastel dulce e inyectar de tinta negra algunas hojas ansiosas por tener algo qué decir...

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